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sábado, 18 de abril de 2009

LA POLÍTICA DEL MAL: ENTRE LA DEMOCRACIA Y LA UTOPÍA.


LA POLÍTICA DEL MAL
Por Baltasar Hernández Gómez

Si fuera comprobable lo intangible, referido al lado oscuro de las cosas, luego entonces el máximo logro del maligno sería haber hecho creer a todos que no existe. Algo similar ocurre con el sistema de vida capitalista, que desde hace muchos años impulsa proyectos nacionales y globales para estructurar regímenes de gobierno, que estén en sintonía con sus planteamientos económicos, políticos, sociales y culturales, repitiendo que todo está bien y que no hay nada siniestro en su afán de poner a la ganancia como la joya de la corona.

En este tenor, la democracia ha servido como piedra angular para sostener la ideología, las propuestas de políticos, gobernantes, partidos, instituciones del Estado y al subsistema electoral que legitima a las instituciones y sus representaciones de poder. Ante las gravísimas consecuencias de la concentración inequitativa de la riqueza y del ejercicio político, las contradicciones brotan sin cesar y están a la orden del día, haciendo prevalecer la confusión en medio de un cúmulo de inconformidades que van resolviéndose, pero que se traducirán tarde que temprano en reivindicaciones sociales.

La confusión no es solamente un estado de inseguridad mental, sino una concreción que se posiciona en la interioridad/exterioridad de los gobernados, para dar continuidad a la dominación. Es aquí donde surgen múltiples interrogantes acerca de la bondad de la democracia como omni-modelo de existencia, pues mientras se reitera una y mil veces que sólo a través de ella la humanidad verá realizadas sus máximas aspiraciones, la realidad descubre lo deshumanizante que es vivir en la mentira de los pocos sobre los muchos.

La democracia validada por los centros hegemónicos del poder es de corte representativa e indirecta y se sitúa en una realidad social adecuada a fines, ya que no constituye la voluntad para defender intereses colectivos, sino sólo es símbolo de orden, progreso y control (al más puro estilo positivista). Con este supuesto “la autoridad de las mayorías para los griegos” o “la dictadura de las mayorías para Tocqueville” se ha erigido como la única forma legítima de los gobiernos modernos, imponiendo un conjunto de rituales sociales para hacer creer a los individuos de que su aceptación permite la mejor administración de los recursos humanos, naturales, materiales, financieros y técnicos del ambiente societal.

El sistema democrático intenta imponer como panacea los valores de tolerancia, pluralidad, diálogo, respeto y representatividad. Se repite que la píldora democrática tiene efecto cuando hay rotunda oposición a todo lo que sea autoritario, selectivo, dictatorial o totalitario y por tanto los sujetos sociales tienen derecho a agruparse, discernir y organizarse, para luego cumplir con la obligación de votar.

La democracia pasó de ser algo directo en la polis ateniense a un procedimiento por medio del cual las mujeres y hombres actúan ante la convocatoria del Estado, sus gobiernos y partidos políticos, con la finalidad de elegir a la figura (partido, candidato o gobernante) previamente decidida por la clase dominante.

La maldad reside en validar que el voto, el show parlamentario, en fin, todo lo que huela a oposición controlada, es el insuperable canal de participación civil, es decir, de la lucha entre lo público de todos contra lo privado de algunos. La efectividad propagandística de los organismos gubernamentales y “ciudadanizados” ha infundido en millones de personas el sentir de que la democracia procedimental es la única vía para hacer algo por el entorno social. El día de la votación es el “día final” donde se cristalizan las aspiraciones democráticas y punto.

Este tipo de noción democrática deja fuera la libertad de decisión e intervención ciudadana en todos los ámbitos de la vida, concentrándola en un repertorio de libertades que, por amplias e irrealizables, constriñen a los sujetos sociales en un remolino de incertidumbres, conflictos existenciales y sociales, porque sólo se refieren a los sitios públicos previamente seleccionados por la opinión pública, que no del público, y que transmitida por los medios de comunicación masivos. A la ciudadanía sólo le ha quedado activar el espacio fáctico que le han dejado: sufragar el día en que las representaciones de la nación la convocan a refrendar su potestad de seguir estando como está y nada más.

La maldad de suplantar identidades, debido a lo ambiguo que resulta la representación popular y la idea de totalidad democrática, viene aderezada por la preocupación/ocupación del Estado y sus intereses de clase para obtener legitimidad, porque con ella se puede preservar y acrecentar poder. La democracia resguardada –para sí- por la élite expropia el verdadero empuje social para transformar el estado de cosas, el verdadero motor que motive a las mujeres y hombres a ser mejores seres humanos.

La oscuridad que envuelve a los preceptos democráticos modernos encubre el fenómeno conformismo, en virtud de que los “demócratas”, o mejor dicho, los creyentes de la democracia, son transmutados en reformistas: individuos especializados en encontrar inconsistencias en el sistema político, pero que en lugar de erradicarlas, piensan tan sólo en modificarlas por algo que funcione mejor.

La principal idea transmitida por la democracia es que las mayorías son capaces de cambiar lo malo que persiste en su espacio y tiempo de vida, reformando lo ya establecido. Esto se traduce en el juego perverso donde el dueño de los dados elimina la facultad libertaria y decidida de los concursantes para construir algo nuevo. Únicamente perdura la capacidad acotada para la remodelación de las formas. Quedan fuera de este entramado las estrategias y métodos políticos para lograr los fines, toda vez que los cambios para que nada cambie son colocados en el campo superficial de la inmediatez.

Uno de los productos más eficaces de la democracia es la imposición de concepciones asumidas como válidas universalmente en las sociedades globalizadas, tales como:

No hay mejor forma de vivir, que conviviendo con los iguales (claro, entre iguales enajenados y desprovistos de medios propios para alcanzar plenitud).

Hay que oponerse a toda clase de dictadura, monopolio y totalitarismo, pues dichos regímenes acaban con las libertades individuales (mientras no sean los de la clase dominante capitalista, todo está bien).

En democracia todo podemos alcanzar los horizontes más elevados de la humanidad (Cabe cuestionarse ¿Qué piensan y cómo viven los cientos y cientos de millones de pobres y extremo pobres del mundo, que fueron despertados de súbito del “Capitalism way of dream”?).

Es urgente construir una utopía como proyecto de vida para vivir con calidad, pero no utopía literaria, moralista o estética, sino una que incorpore el cambio, fundamentada en una ética de pensamiento y acción en todas y cada una de las esferas del desenvolvimiento humano y no de manera fragmentada en las instancias institucionalizadas.

La utopía debe originarse en el rechazo al dogma de aceptar que la democracia es sustantivo sin adjetivos, que es y será la pan-utopía a alcanzar. Debemos recobrar a la política como praxis de lo realizable, interiorizando en la psique y exteriorizando en los actos cotidianos, como condición sine qua non para mejorar las condiciones materiales de vida con humanismo. Desde esta nueva configuración se estará desechando la enajenación de pensar en una democracia aséptica y virtual, que está insertada de manera análoga a la norma ISO 9001-2000 de mejoramiento continuo en las empresas públicas y privadas certificadas en gestión de calidad.

La construcción de avenidas realmente democráticas trae consigo el derrumbamiento de lo que es, toda vez que se tiene que llevar al cabo una transformación consciente y crítica de la realidad imperante. Así pues, la utopía democrática debe contener lo ideal-necesario, que será el GPS que oriente los pasos para dar congruencia a los actos.

Estoy seguro que ésta es la senda por transitar, ya que la posmodernidad pretende implantar ad infinitum la idea de que la racionalidad es lo real, reduciendo a la dinámica proveniente de la sociedad civil a lo dado. Es urgente repensar que para la edificación de una sociedad verdaderamente sensible y comprometida, más segura e igualitaria es inevitable pensar en la utopía democrática como lo que se imagina, pero que al mismo tiempo se está gestando en la actuación del ahora y en lo sucesivo.

Finalmente, en este escenario surge inexorablemente la palabra revolución, porque como dice Ortega y Gasset, ella pretende someter a la realidad a un proyecto nacional. Agregaría que la concepción del cambio revolucionario no sólo aspira adecuar a la sociedad a un estadio de vida nuevo, sino que ansía volver al origen, al “tiempo primigenio” del hombre, que es el humanismo, y al mismo tiempo pensar-haciendo en la utopía de rescatar valores, pues con ello se recupera la conciencia e identidad que se han perdido por la racionalidad de poner en la cúspide la cosificación: la materialidad por encima de las aspiraciones del hombre. B.H.G.
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Bibliografía.

1.- Norberto Bobbio. El futuro de la democracia, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1996.

2.- Néstor García Canclini. Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Editorial Grijalbo, México, 1990.

3.- Noam Chomsky y Heinz Dietrich. La Sociedad Global, Editorial Planeta, México, 1996.

4.- Yamandú Acosta. “Utopía y política en América Latina: entre el capitalismo utópico y el capitalismo nihilista”, Revista Utopía y praxis latinoamericana, Venezuela, volumen 8, número 23, mes de octubre 2003.

5.- Octavio Paz. El laberinto de la soledad, “De la independencia a la revolución”, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1999.

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